El Otro Lado
- L.E. SABOGAL
- 22 nov 2022
- 5 Min. de lectura
Actualizado: 18 dic 2023
Desde el mirador del séptimo piso del hotel donde me alojo observo el tranquilo discurrir del Atrato en una mañana soleada, no llueve aún en la ciudad como es de costumbre; canoas impulsadas con pequeños motores llevan y traen parsimoniosamente pasajeros y carga de arriba a abajo del imponente río en una dinámica incesante que da muestra del movimiento comercial de la ciudad. En la franja que limita el horizonte, más allá de la ribera opuesta creo adivinar en una tenue línea azulada el comienzo de la Serranía; no estoy seguro, tal vez la inmensidad de la selva me produce una ilusión óptica. Sobre la pequeña playa que se forma justo sobre la orilla alcanzo a ver algunas casitas situadas a espaldas del muro verde que da inicio al intrincado bosque, me pregunto qué puede haber allí donde parece imposible una vida normal como en la ciudad. Me explican que allá queda Bahía, otro barrio de Quibdó, que allá viven familias y que es un sitio de bailaderos y de bares, donde la gente va de rumba, “el otro lado”, lo llaman los quibdoseños, una pequeña e insólita banda de diversión recostada sobre la selva insondable, una de tantas cosas inauditas de esta hermosa región de la Colombia olvidada.

He venido a la ciudad, luego de más de cuarenta años de mi primera visita, con el propósito de seguir de cerca uno de los llamados Diálogos Regionales organizados por el gobierno. Se trata en realidad de una excusa para volver a una ciudad que conocí en mis años de estudiante, impulsado por una especie de melancolía de hombre mayor, y para comprobar cuánto de mis recuerdos pude plasmar en una novela que escribí recientemente inspirada en los parajes del Pacífico que descubrí en mi juventud.
Los Diálogos se desarrollan en una jornada que inicia a las siete de la mañana para los diligentes funcionarios venidos principalmente de Bogotá para coordinar y dirigir la difícil actividad que les ha sido encomendada. Luego de una espera de tres horas se inicia la reunión a la que están convocados los ciudadanos y representantes de diversas asociaciones cívicas de la ciudad. Los ciudadanos no cantan el himno nacional pero cantan con orgullo y tal vez con rabia el himno propio; silban y abuchean al alcalde durante varios minutos.

Después de más de dos horas de politiquería y de discursos se inicia el debate en los grupos organizados en las diversas temáticas de interés para el desarrollo de la ciudad y de la región. Los planteamientos y las propuestas son múltiples y bien argumentados; la gente conoce sus necesidades, las plantean con vehemencia y ofrecen soluciones. Políticos de distintos pelambres irrumpen sin previo aviso en las reuniones para presentarse y “ofrecer sus servicios desinteresados” a la comunidad; algunos los escuchan pacientemente, otros los corren con algo de beligerancia. Al final, una plenaria en la que reina el desorden dado el escaso tiempo otorgado a las intervenciones; dudo mucho que tanto esfuerzo por hacerse escuchar logre llegar al Plan de Desarrollo.
Cuando vine por primera vez era un joven despreocupado a quien solo le interesaba divertirse, un compañero de estudios me trajo a su casa con la promesa de aventuras y mucha rumba. Y no me decepcionó, ha sido uno de los recuerdos más duraderos de mi vida y logró que permaneciera atento por siempre en el devenir de esta región. Sigo con afecto y también con mucho pesar los avatares de la vida azarosa de estos compatriotas, en una situación que se diría que no tiene final dadas las condiciones de pobreza y violencia que los aquejan y el consecuente rezago en el desarrollo de la región. Algunas cosas, sin embargo, me sorprendieron positivamente: la excelente y muy sabrosa comida (el sancocho, los patacones, la sopa de queso, las marranitas), la limpieza de las calles pese al mal estado general de las vías; que no hay moscas ni mosquitos; que no hay perros callejeros (¿hay perros en Quibdó?); el bello malecón y el atracadero de las canoas en el mismo.
Esta es una ciudad que podría ser un foco de turismo muy atractivo aun sin contar con la cercanía del mar como en el resto del litoral, pues cuenta con una situación privilegiada al borde del Atrato desaprovechada a mi parecer para el turismo ecológico de magníficos paseos donde podrían conocerse los secretos del río y aprender de la flora y fauna. Por otra parte, habría que dotar a la ciudad de sitios y actividades atractivas para el turismo: la actividad cultural es prácticamente nula, no hay teatros, ni museos, ni espacios de recreación como parques acuáticos, y sitios de interés histórico. La plaza fundacional, por ejemplo, situada a un costado de la catedral, está completamente abandonada y deteriorada, convertida en un sitio de ventorrillos, y de personas bebiendo licor, nadie parece conocer el significado histórico de la misma; lo mismo que puede afirmarse de la plaza de mercado, sin ningún orden ni medidas de higiene apropiadas. Y pensar que la sede de la alcaldía queda a escasos pasos de allí. En una ciudad que carece de industrias y de grandes empresas que ofrezcan trabajo y oportunidades a la población no se puede desestimar el valor y la importancia del turismo como fuente de progreso.
Mención aparte merece el desorden y el caos imperante en las calles y en el comercio, la increíble proliferación de motos circulando sin ningún respeto por las normas de tránsito, los andenes atiborrados de ventas callejeras y la contaminación auditiva causada por buses, carros y la música a alto volumen por doquier, que muestran la absoluta ineficacia de las autoridades en la ciudad; con razón el rechazo por la persona del alcalde.

En mi novela Pájaros Dorados, me inspiré en mis recuerdos de la ciudad y en lo que sé de los cambios y la lenta evolución de la ciudad por la prensa y la televisión, pero la trama de mi historia no se desarrolla exactamente en Quibdó. Es más bien una ciudad idealizada, creada para ser atrayente y comprendida por cualquier lector, pero enmarcada en el duro y real contexto de la violencia y del abandono estatal; muchos podrán identificar en ella la cruda verdad de los hechos que mantienen la región en el atraso sin dejarla prosperar. Es “el otro lado” de un país que se niega a reconocer que hay poblaciones que se han quedado atrás y cuya inadmisible situación es un lastre para el progreso general y para el bienestar al que todos tenemos derecho como ciudadanos de una misma nación.
Regreso a Bogotá entrada la tarde del domingo, a través de la ventanilla del avión observo el bello atardecer sobre el río que serpentea a lo largo y ancho de la espesura de la selva. He podido darme cuenta ahora de que “el otro lado” es apenas una escasa franja de no más de doscientos metros de ancho al principio (o al final) de la selva, quiero saber hasta dónde se extiende la manigua y busco con atención el comienzo de la Serranía pero una espesa nube bajo las alas de la nave me impide completar mi búsqueda. Entonces cierro los ojos y continúo mi camino con el recuerdo perenne de la ciudad y de sus bellas gentes, y sueño con la ilusión de volver algún día.






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